Tormenta de fin de verano.

Una tarde de finales de verano.
De esas en que se huele la vuelta al trabajo y el final de las vacaciones.
Uno apura sus salidas y correrias montañeras, antes de volver a la triste rutina.
De esos días en que te cuidas muy mucho de culminar rápido tus objetivos en las alturas.
Y bajar rápido a cotas más seguras.
El día barruntaba tormenta desde por la mañana.
Calor pegajoso, insectos enloquecidos por todas partes, cúmulos, y el sonido sordo de truenos lejanos cada vez más próximos.
Y ese instante mágico que precede a la tormenta. Silencio absoluto y esa luz mágica que lo inunda todo. Luz lateral recortada sobre esos cielos ionizados y oscuros.
Uno, ya completamente seguro, se toma su tiempo en fotografiar los procesos tantas veces apreciados. Pero no por ello carentes de asombro una vez más.

Y por último todo se precipita. Se levanta un fuerte viento empujado por los cumulonimbos. El sonido de las hojas del bosque. Los truenos cada vez más potentes. Los latigazos de los rayos contra las peñas, y sus fogonazos recortados en el cielo.
Desaparece la luz y empiezan a caer gruesas gotas. El olor a tierra empapada...


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